jueves, 7 de julio de 2011

Las últimas horas de Horacio Castañeda

Tema: ¿Que ocurriría si supiéramos de antemano la fecha concreta del fin del mundo?
Autor: Luis Guallar

Parece mentira como, en pocos minutos, un día cualquiera puede dar un giro inesperadamente dramático y convertirse en punto de inflexión para la vida de un hombre; eso es, al menos, lo que le ocurrió a Horacio Castañeda un martes cualquiera, alrededor de las diez de la mañana. Aquel parecía que iba a ser un día normal, uno como tantos otros, pero dos noticias que llegaron de forma casi simultánea le cambiaron la vida para siempre. Todos hemos visto alguna película donde, llegado el momento, un personaje le decía a otro eso tan manido de “Tengo una buena y una mala noticia… ¿Cuál quieres oír primero?” Pues bien, a Horacio Castañeda nadie le dejó elegir.
Aún en pijama, y sentado frente al televisor, Horacio Castañeda se acababa de tomar su café con leche y daba buena cuenta de la última magdalena del desayuno, mientras veía un horrible y aburrido debate matutino cuyo presentador resultaba sospechosamente tendencioso; a su lado le esperaba un periódico abierto por la sección de ofertas de trabajo. Esa, creía él, iba a ser toda su ocupación aquella mañana, cuando de pronto sonó el teléfono. Y ahí estaba la primera noticia del día: después de meses buscando trabajo sin demasiada suerte, por fin lo llamaban para una entrevista. ¡Una entrevista! ¡Y de lo suyo, además! Tras quedar para la mañana siguiente, Horacio Castañeda colgó el teléfono, y apenas pudo reprimir un grito de alegría. ¡Por fin! Después de años y años para terminar la carrera de análisis estadístico y  reconfiguración de datos, y tras hacer un master y conseguir un doctorado, había ido dando tumbos por diferentes empleos de mucha menos categoría, y desde luego peor remunerados. Había tenido que trabajar en un restaurante de comida rápida, de cajero en unos grandes almacenes especializados en camas y camastros, y en una fábrica de galletitas saladas; ninguno de aquellos trabajos tenía nada que ver con lo que él había estudiado y, desde luego, ninguno estaba a la altura de sus capacidades. Pero ahora, después de cinco largos años de pequeños empleos sin futuro y de largos meses en el paro, por fin le había llegado la oportunidad que él esperaba. Ahora nada podía estropearle el día.
Y entonces, justo entonces, llegó la segunda noticia. La mala.
Aun estaba extasiado cuando alzó la vista y vio que, en televisión, el aburrido programa de tertulia había dado paso a un avance informativo. El presentador, blanco como la leche, daba una noticia con la mirada desencajada. ¿Se habría muerto alguien? Parecía algo serio, así que Horacio Castañeda cogió el mando a distancia y subió el volumen que previamente había bajado para hablar por teléfono.
—…que, en todo caso, es definitivo. Repetimos… —Dijo el presentador, tras una pequeña pausa. Su voz temblaba. —Rayos cósmicos procedentes de… una supernova han sido detectados por la NASA. Parece ser que… —Reprimió un sollozo. — alcanzarán la tierra dentro de unas treinta horas, como mucho, arrasando con… con toda forma de… lo siento.
Dicho esto, el presentador se quedó en silencio, con los ojos enrojecidos mirando al vacío, mientras la cámara seguía enfocándole estúpidamente. Horacio Castañeda cambió de canal, pero en todos se encontró la misma noticia. El mundo se iba a acabar en unas treinta horas. Al día siguiente. El día de la entrevista.
Así pues… ¿iba a perder la oportunidad de su vida simplemente porque el mundo llegaba a su fin? ¿En plena crisis económica, además? Y una mierda, él no iba a permitirlo. No pensaba tolerarlo. Y sabía muy bien lo que tenía que hacer.
Durante el resto del día, Horacio Castañeda se estuvo preparando para tan difícil situación. Actualizó su curriculum con una foto nueva que se había hecho pocos días antes. Cuando su madre llamó, sollozando, para pedirle que fuera a pasar sus últimas horas con ella, él le dio la gran noticia, y luego le dijo que colgara porque no quería tener la línea ocupada por si volvían a llamar para cambiar la hora o pedirle algún dato. Luego sacó del armario su mejor traje, y paso tres cuartos de hora escogiendo qué corbata combinaba mejor. Por la tarde tuvo que chillar a sus vecinos, a través de la ventana del patio de luces, para que se callaran. Intentaba ensayar lo que iba a decir en la entrevista, y los llantos y gritos histéricos no le dejaban concentrarse.
Aquella noche, la última noche antes del fin del mundo, es probable que no durmiera casi nadie. Desde luego, Horacio Castañeda no pudo hacerlo; estaba demasiado nervioso, y los llantos desesperados de la vecina de al lado tampoco ayudaban. En un momento dado, no obstante, se oyeron unos golpes muy fuertes. Horacio Castañeda pensó en ir a quejarse, pero poco después cesaron, y con ellos los llantos. Y entonces por fin pudo conciliar el sueño.
Al día siguiente se levantó temprano. Comprobó, disgustado, que no había luz en toda la casa. Decidió que llamaría a la compañía en cuanto volviera de la entrevista, y se fue a dar una ducha y a afeitarse; por suerte todavía había agua; habría sido un desastre no poder ducharse en un día tan importante. Finalmente se peinó, se puso su flamante traje, y salió de casa.
El cielo, despejado, tenía un tono ligeramente extraño. Y en la calle todo era un caos. Las tiendas estaban siendo asaltadas y saqueadas. No se podía circular por la cantidad de coches que había, muchos de ellos abandonados, otros accidentados, y algunos llenos de gente que parecía querer huir a ninguna parte. En una esquina, un hombre con pinta de demente alzaba una pancarta proclamando el fin del mundo. Horacio Castañeda decidió pasar por el kiosco a comprar la prensa antes de dirigirse al lugar donde le harían la entrevista, pero lo encontró cerrado. Que poca profesionalidad, se dijo a si mismo, y echó a andar, pues con aquel tráfico intentar coger el coche sería una estupidez.
Finalmente, llegó a la boca del metro. ¡También estaba cerrado! ¿Cómo podía ser? ¿Qué clase de transporte público tercermundista era aquel? Nervioso, Horacio Castañeda miró su reloj; por suerte era un hombre previsor, y había salido con tiempo de sobras. Si iba caminando, con cierta prisa, aun podía llegar a tiempo. Cierto es que llegaría algo más cansado y corría el riesgo de sudar un poco, pero eso era mejor que no llegar. Se quitó la chaqueta del traje para no mancharla de sudor y echó a andar, mientras la sociedad se desmoronaba a su alrededor. Durante un rato, incluso tuvo que caminar por la calzada, entre los coches abandonados, porque mucha gente se estaba tirando desde sus balcones y ventanas, y si iba por la acera corría el riesgo de que le cayera alguien encima o, peor aun, le salpicara el traje de sangre.
En un momento dado decidió atajar por un parque. Dentro, varias parejas habían ocupado los bancos para copular salvajemente, a la vista de todo el que pasara por allí; algunos incluso dejaban que se unieran terceras personas que se acercaban con curiosidad. Nadie utilizaba preservativo, observó Horacio Castañeda, y aquello era una imprudencia por su parte. Pero no tenía tiempo que perder; cruzó deprisa, procurando no tropezar con algunos amantes que habían acabado retozando en el suelo,  y salió del parque por el otro lado. Unos metros más allá de unos contenedores en llamas, un grupo de jóvenes apaleaban un cajero automático, intentando abrirlo a la fuerza.
Finalmente, al fondo de una amplia calle que permanecía prácticamente desierta, Horacio Castañeda vislumbró el lugar al que se dirigía, un edificio de oficinas que se alzaba como una torre negra y brillante en medio de la ciudad. Consultó el reloj, y comprobó que todavía quedaba casi un cuarto de hora para la entrevista. Respiró aliviado; junto a él, un hombre mayor con camisa y un maletín se acercó, con mirada inquisitiva, y le preguntó que hacía allí. Horacio Castañeda vio que aquel hombre llevaba en la mano una especie de panfleto religioso, a juzgar por el título, y comprendió que debía pertenecer a alguna organización religiosa o a alguna secta, que venía a ser lo mismo. Le respondió que iba a una entrevista de trabajo y, cuando el hombre preguntó sorprendido si no sabía que aquel era el día del Juicio Final, Horacio Castañeda le respondió tranquilamente que sí, que lo sabía, pero igualmente iba a ir a aquella entrevista; la situación laboral, a fin de cuentas, estaba muy mal en aquellos tiempos, y él no podía arriesgarse a perder aquella oportunidad única. Después de todo, eso de los rayos cósmicos de una supernova sonaba a fenómeno meteorológico… ¿Y si se equivocaban? Los hombres del tiempo no acertaban casi nunca, y si después de todo el mundo no se acababa, lo mejor sería tener un buen empleo.
Tras aquello, el hombre le intentó explicar que ese era un día muy importante; que era el día en que todo iba cambiar, y que él tenía que rezar. Sobretodo, era muy importante que rezara. Tras meditar un instante, Horacio Castañeda le dio la razón. Sí, eso era cierto; aquel era un día importante, y tenía que rezar. Aceptó de buen grado el panfleto y, tras despedirse cordialmente del hombre, echó a andar hacia el edificio de oficinas, a través de aquella calle vacía donde no había coches ni gente, y el silencio tan sólo era interrumpido por los gritos lejanos que llegaban de las calles colindantes. En el azul pálido del cielo, unas líneas ondulantes violáceas habían aparecido; Horacio Castañeda las contempló mientras andaba.
Por supuesto que iba a rezar. Cualquier ayuda para conseguir aquel empleo, el empleo de su vida, era bienvenida.

1 comentario:

  1. xDDDDDDDDDDDDDDDD
    Que grande!!! Muy a lo Eduardo Mendoza, me he reído un montón!
    Realmente, hoy en día, habría gente haciendo eso, por si las moscas...Que mundo tan absurdo.

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